Bueno, como casi todos ya saben, desde hace un año y casi cuatro meses, tenemos un nuevo integrante en la familia. Este pequeño "personaje", por llamarlo de una manera "suave", ha llegado para quedarse, por supuesto; pero también para agarrar nuestra cotidianidad diaria y revolearla por los aires...
Ya a mis muy entrados 44 años, es todo un reto poder hacer los ajustes necesarios en mi rutina, vida marital, profesional, eclesiástica y de ocio; para dejar que, a los empujones y llantos, entre un nuevo “elemento”; que con sus encantos mezclados en berrinches, se trence en un mano a mano con cada miembro ya existente de la familia, para imponer su “marca registrada”, y despreocuparse por cómo le queda a cada quien.
Recién ahora entiendo el sabio consejo de tener hijos cuando uno es joven; puesto que aún las rutinas y el carácter de toda la familia no están totalmente definidos. Por eso, es más fácil ir creciendo y adaptándonos todos a uno.
Pero, cuando ya tienes hijos relativamente grandes, que al igual que uno, ya van estableciendo sus rutinas; y cuando empiezas a disfrutar de planes que se van concretando, y de en resumidas cuentas, un estilo y forma de vida…Ahí, la cosa se complica.
Desde los adornos que tu esposa comienza a comprar, pensando que la última hija, con 8 años, ya no los romperá; hasta las paredes que decides dejarlas pintadas y enduidas, puesto que ya nadie las escribirá o decorara con sus manitos… Todo, todo, se va por el caño.
Y a medida que el pequeño ser va ganando movilidad, y junto con esta, su curiosidad y “porfidia” por acceder o tocar todo, va en aumento; terminas por optar en convertirte en un mero y sumiso espectador. Simplemente, no tienes ni las energías ni el tiempo para estar en dónde él estará, o en anticiparte.
Pero, por fortuna, llega un momento en que él se detiene, se acurruca a tu lado, y se entrega a los brazos de Morfeo, y a tu silenciosa y emotiva admiración de aquella nueva vida…
Ahí todo se perdona, todo vale la pena…
